sábado, 17 de noviembre de 2007

Dado que estamos viviendo un profundo y rápido cambio cultural que afecta nuestra “manera de vivir juntos” y cuestiona, por tanto, la orientación y finalidad de las instituciones culturales que apuntan a la constitución de lo social –la escuela entre ellas–, el primer foco estratégico está referido a los “sentidos” de la educación.
Algunos de estos cambios culturales tienen relación con los efectos en la manera de vivir en sociedad de los fenómenos correlacionados con la globalización, la expansión de la economía de mercado y los avances tecnológicos. Todos tienen una dimensión cultural que cambia las prácticas y las representaciones de la convivencia: el mercado, por ejemplo, fomenta una “individualización” de la responsabilidad y una flexibilización del vínculo social que modifican nuestras formas de “vivir juntos”.
La individualización es uno de los cambios culturales más importantes de la actualidad. Las personas buscan más libertad para asumir riesgos y participar en la vida social, al tiempo que se desprenden de los vínculos tradicionales que las enclaustraban. En este mismo esfuerzo, sin embargo, muchas pierden la protección de una sociedad que basaba fuertemente sus relaciones en los lazos protectores de las familias extendidas. El entramado social se ha vuelto más frágil.
A raíz de las transformaciones culturales, las personas encuentran dificultades en darle inteligibilidad y sentido a su modo de vida. Reina la perplejidad y se multiplican los indicios sobre una desvinculación emocional. Esto es lo que confirma el Informe de Desarrollo Humano del PNUD de 2002, en el cual –pese al buen comportamiento de las variables socioeconómicas de Chile en los últimos años– sólo un 14% de los y las entrevistados/as afirmó que “los cambios tienen una dirección clara y se sabe a dónde van”, mientras que un tercio consideró que los cambios de la sociedad chilena no tienen destino y carecen de brújula (Lechner, 2002).
Difícilmente los ciudadanos se ven a sí mismos formando parte de un sujeto colectivo, de un “nosotros”, y muchas personas no suelen percibirse como ciudadanos libres de elegir su destino. Entre la experiencia subjetiva cotidiana y la manera de vivir juntos se abre una brecha. Los individuos no encontrarían en la democracia un “sentido común” que les ayude a vivir los cambios sociales como algo significativo para ellos y como una experiencia compartible.
La dimensión cultural de la política hace referencia a la experiencia subjetiva del “nosotros” y de nuestras capacidades para organizar las formas en que queremos convivir. Y la dimensión cultural de las políticas públicas –en este caso, de las educativas– alude a la constitución de lo social que promueve la escuela.
DIVERSIDAD CULTURAL: entre la fragmentación social y el pluralismo
Los cambios culturales incrementan la diversidad de actores y factores que forman la trama social. La diversidad social representa una de las grandes riquezas de nuestros
países, siempre que ésta sea contenida por un orden. Sin dicho orden, la diversidad tiende a desembocar en una fragmentación, lo que el informe del PNUD (2002) constata llamándola la “diversidad disociada” de la sociedad chilena.
La racionalidad mercantil (competitividad, rentabilidad, eficiencia) va introduciendo cada día con más fuerza una dinámica inédita en nuestra convivencia social. Pocas actividades quedan al margen del mercado. La realidad social llega a ser vivenciada por muchos como una “máquina” avasalladora que expulsa a quien no sabe adaptarse.
Enfrentado a esta “lógica social”, el individuo requiere de una fuerte personalidad para aprovechar las oportunidades.
No todos lo logran: muchos tratan de sobrevivir a los cambios acelerados refugiándose en el ámbito privado y sintiéndose excluidos de lo social. Exclusión que no es sólo del bienestar económico y de las redes sociales, sino –y ante todo– exclusión de una “comunidad de sentidos”, que concierne más a una manera de vivir juntos que a un asunto de pobreza material.
Es que el mercado por sí solo no puede dotar de sentido a la convivencia social. El mercado no reflexiona sobre lo que significa una u otra forma de organizar la convivencia, ni genera acuerdos acerca de los principios y normas que regulan la interacción y comunicación social. Es decir, no incorpora la subjetividad de los individuos a sus mecanismos de coordinación. Por lo mismo, el buen funcionamiento del mercado no impide que estallen en la sociedad ciertas tendencias disociadoras, como la violencia entre ellas. El debilitamiento de las identidades colectivas provoca sentimientos de inseguridad y pérdida que hace muy difícil integrar la diversidad social en un “nosotros” que incorpore las experiencias subjetivas de los ciudadanos.
DE UNA SOCIEDAD JERARQUIZADA a una sociedad de redes
Por otra parte, el cambio cultural significa que cada día pesan menos las estructuras y los roles sociales definidos en función de ellas, al tiempo que se fortalecen los individuos y las redes que los relacionan. La sociedad está cambiando de una sociedad de roles, a una de redes (Castells); de una sociedad donde lo básico eran las estructuras, a una donde lo básico lo constituyen los sujetos (Touraine).
La sociedad de redes se contrapone a la industrial por la horizontalidad, la descentralización, la autonomía de sus partes, la versatilidad funcional y la ausencia de normas formales que restringen el funcionamiento de las organizaciones. Sus valores son la interdependencia entre las partes, la libre asociación y la adaptabilidad al cambio.
Ello se traduce en la necesidad de desarrollar la habilidad para consensuar acciones y la capacidad para moverse en escenarios inciertos, haciéndose cada vez más necesario el aprendizaje constante, la gestión del riesgo y la reciprocidad basada en la confianza.
Ante la diversidad de funciones, estructuras y sistemas dentro de una sociedad, las redes constituyen una forma de coordinación que combina la independencia (organismos autónomos) y la interdependencia (cooperación interorganizacional). Ante la diversidad de las sociedades contemporáneas, aumenta la necesidad de integración, dando como resultado las redes de cooperación e
intercambio, el pluralismo.

EDUCACIÓN PARA TODOS.
El concepto de red en su forma más básica está referido a un campo social constituido por relaciones entre personas, con una corriente permanente de intercambio recíproco. Los actores establecen lazos de cooperación para obtener
resultados que no pueden lograr solos; de manera colectiva establecen objetivos comunes que son los que dan vida a la red, y recuperan los factores no materiales, como la confianza y la solidaridad, para establecer las condiciones de trabajo que hagan más eficiente el manejo de los recursos.
La sociedad actual se encamina a la idea de trabajar con otros o desde una red, porque se entiende que las experiencias en favor de la promoción de las relaciones de
asociación generan, a su vez, la posibilidad de intercambio, de canalizar y coorganizar las iniciativas sociales.
De lo anterior es posible destacar importantes desafíos para las políticas públicas y, en particular, para las educativas.
Entre ellos:
•Elaborar políticas que ayuden a la construcción de sentidos y no tanto de roles. La comunidad construida en función de sentidos se desenvuelve mejor en sociedades de redes. Cuando es necesario construir un “nosotros” hay que apoyar la “individualización”. No hay “nosotros” si no hay individuos que se puedan relacionar
entre ellos.
•Elaborar políticas diversificadas, de acuerdo a las necesidades de los actores y no homogéneas, como tienden a ser ahora. Por ejemplo, es común al hablar de “pobres” y propender a asumir que son todos iguales cuando, en realidad, la pobreza tiene múltiples rostros y dimensiones. No distinguir estas diferencias hace que las políticas sociales no lleguen a todos, pues no responden a todos de la misma manera. En el caso de las políticas educativas es muy claro que algunas son diseñadas en función de estructuras y no de las necesidades de los estudiantes, lo que no conduce a mejorar la calidad de los aprendizajes.
• Elaborar políticas que permitan a las personas responsabilizarse de sí mismas y que potencien el empoderamiento de la familia para que se traduzca en capital social.
Cuando es necesario construir un “nosotros”hay que apoyar la individualización. Frente a la crisis de sentido, una pedagogía de la confianza

Bajo la racionalidad técnica, la forma de organización del trabajo que impera es el mecanismo del “mando y control”. En cualquier organización del trabajo, sea una escuela o una empresa, el superior es quien ordena lo que es preciso hacer y cómo hacerlo, y luego controla el cumplimiento de lo encomendado. El trabajador (profesor o alumno, en el caso de la escuela) obedece, pues teme las consecuencias que resultarían de no hacerlo. En último término, el “mando y control” funciona
basándose en la fuerza del miedo. Además de ser un gran mecanismo de control social, el miedo es el instrumento por el cual aprendemos a desenvolvernos en instituciones jerarquizadas.
La confianza, por el contrario, es el fundamento de toda relación social que no está basada en la fuerza ni en el temor.
La pregunta sobre el sentido de la educación debe referirse a si estamos formando a personas que aprenden a basar sus relaciones y comportamientos sociales en el miedo, o al contrario, en la confianza. Cada día más comienza a valorarse el aprendizaje de la confianza como la emoción que debe fundar las competencias requeridas para desenvolverse con éxito en cualquier organización social. Y la escuela debe jugar un papel crucial en ello.
HACIA UNA PEDAGOGÍA de la confianza
Uno de los rasgos que caracteriza al ser humano es el reconocimiento de la vulnerabilidad que amenaza a nuestra existencia (Heidegger). Vivimos permanentemente en la incertidumbre. Sin embargo, la percepción de vulnerabilidad
varía dependiendo del grado de confianza con que nos relacionamos con los demás. La confianza o la falta de ella son indicadores emocionales del grado de fragilidad con que nos percibimos. Cuando hay confianza nos sentimos más seguros, más protegidos, menos desamparados. Cuando no la hay, las amenazas aumentan y tenemos la sensación de que corremos peligro. La falta de confianza incrementa el temor. Quien desconfía habita en el miedo y siente como amenazantes las acciones de los otros.
La confianza y la falta de ella nos hablan de la manera como encaramos el futuro en función de los peligros que éste puede deparar. Definen, por tanto, nuestro modo
particular de relacionarnos con el mundo y con el futuro. Desde la confianza o la desconfianza nos situamos en el mundo de una manera diferente: en un mundo más abierto y desprotegido, o en uno más hostil y amenazante. La confianza es un gran disolvente del temor e implica una apuesta, pues nada garantiza la seguridad, nada elimina las contingencias. Podemos apostar a una u otra y obtendremos resultados distintos.
Si la confianza posee el efecto de disolver el miedo, de permitirnos mirar el futuro con optimismo, de reducir la incertidumbre y disminuir la complejidad, la confianza es un requisito fundamental para actuar. El temor y la desconfianza inhiben, paralizan; la confianza nos pone en movimiento y dinamiza nuestra capacidad emprendedora.
Pero ella no es sólo un antecedente de la acción, sino que es también resultado de la misma. Ambas se retroalimentan. La confianza nos impulsa a actuar y nuestras actuaciones harán crecer o disminuir la seguridad que tenemos sobre nuestro desempeño. Del mismo modo, el nivel de desempeño de una persona afectará el nivel
de confianza que tengamos sobre ella.
Todo sistema social, y por lo mismo la escuela, requiere desenvolver la confianza como condición de funcionamiento.
El sistema escolar está llamado a desarrollar, tanto a nivel de sus estructuras como de su cultura organizacional, mecanismos para generar confianza en sus miembros. La
escuela tiene que transformarse en un espacio que amplíe la capacidad creativa y amorosa de los seres humanos, y en un lugar donde la confianza sea cultivada como el valor básico donde tienen lugar los aprendizajes.
De aquí la importancia de poner en práctica en las escuelas una verdadera pedagogía de la confianza, que sugiere la institucionalización de ciertos mecanismos para generar este valor en los estudiantes. Entre estos
mecanismos es posible destacar:

EDUCACIÓN PARA TODOS.

-Queremos hacernos cargo aunque no las conozcamos tanto. La solidaridad, así como el amor, es un gran generador de confianza. Por ella declaramos que esas otras personas nos importan y que estamos dispuestos a actuar para hacernos cargo de sus problemas. En una organización como la escuela, la solidaridad expresa el nivel de su cohesión interna.

-La diversidad no debe ser vista como un problema a resolver, sino como una oportunidad para desarrollar los valores del pluralismo, la tolerancia, la inclusión y la equidad social. Mientras más pluralista sea la escuela, más éticos serán sus profesores.
En resumen, estos son los valores que nos permiten hacernos cargo de nosotros y de responsabilizarnos por el otro. Porque lo esencial en la construcción de nosotros
mismos es hacernos cargo de los otros (Levinas).